-Capítulo 4-
Los servicios funerarios se llevaron a cabo al día siguiente muy temprano por la mañana, como era de esperarse asistió todo el pueblo.
Esteban, era un joven soltero, serio y bien parecido de 28 años. Alto, complexión media, de piel apiñonada, con cabello lacio y negro. Una imagen saludable.
Hijo único, huérfano de padre y madre desde los 17. Trabajaba en la oficina de correos del pueblo, la cual pertenecía a su familia desde tres generaciones atrás.
Por lo tanto, tenía mucho trato con todos los lugareños, los cuales lo consideraban como un hombre de bien, trabajador, honesto, respetuoso; un buen partido para cualquier chica en edad casadera.
El vivía solo en la casa familiar, nunca se le había visto una novia formal. Tenía un pequeño grupo de amigos cercanos.
La duda, del reciente incidente, permeaba el ambiente.
Doña Indulgencia, vivía a un lado del correo. Todas las mañanas le daba los buenos días al muchacho con gran alegría, el le correspondía el saludo acompañado de una tímida sonrisa.
Al regresar del cementerio del brazo de su esposo, miró con tristeza las anchas dos puerta de madera pintadas de color azul índigo, las cuales siempre estaban abiertas de par en par, en horario de servicio.
Ahora se apreciaban cerradas con un moño negro en el centro. La ultima vez que estuvieron así, fue cuando Esteban se ausentó una semana, irónicamente, debido al fallecimiento de su tío Plutarco, hermano de su padre. No habían pasado más de cinco meses de ese viaje a una localidad no muy lejana.
La afable mujer Pensó -Que cruel es el destino, primero la muerte se lleva a su enfermo Tío, su único familiar cercano, y ahora el es asesinado, con tanta juventud y futuro por delante-.
Los dos ancianos entraron a su casa.
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